MUNDO FUTBOL & ARCHIVO EL GRÁFICO

Mayo 2018

Algunas semanas después de que Gianni Nannini y Edoardo Bennato inauguraran el mundial de Italia 90 cantando la belleza del fútbol, el país entero se hundiría en una tristeza infinita, desaforada. Se juega la semifinal entre Argentina e Italia. Vuela la hora y media de partido con millones de personas aferradas a televisores, radios, amigos, cábalas y supersticiones extrañas que puedan asegurar un resultado favorable. Llega al fin la definición por penales, temible, horrorosa. El estadio explota con cada gol de la selección local, laten corazones que prefieren la muerte antes que la derrota. Y, de repente, Goycochea lanza su cuerpo hacia la izquierda y alcanza el disparo de Roberto Donadoni. Desazón absoluta. Una porción inmensa del público se hunde en un abismo. Patea Maradona. Convierte. La tensión ya no deja respirar. Último penal. Aldo Serena empuja la pelota hacia un costado, los nervios destruidos frente a la mirada fantasmagórica de todo el planeta. Goycochea ataja de nuevo. Es el fin. Argentina explota, los festejos toman la calle. Ya no importa nada más que ese penal, que ese partido y su gloria que parece va a durar para siempre. Los italianos, en cambio, despiertan inesperadamente de un bello sueño. ¿Qué queda ahora? Volver al trabajo, a la familia, a las mil actividades que constituyen la cotidianidad y su reino. El hechizo del fútbol, para ellos, acaba de romperse.

¿Cómo pudo este deporte capturar la imaginación y las pasiones desbordadas de millones de personas? ¿Cómo llegó a convertirse en un mundo de cánticos, esperanzas y ensoñaciones, pero también de negocios gigantescos y clubes que disponen del dinero que podría recaudar un país entero? Quizá porque encarna tan bien ciertas características profundas de nuestra humanidad. Parece invencible, a veces, la búsqueda de construir muros sólidos que separen un Nosotros de un Ellos. Ricos y pobres, negros y blancos, civilizados y bárbaros. Hinchas de Boca e hinchas de River. El primatólogo Frans del Waal escribió alguna vez que nuestros ancestros evolutivos nos legaron dos elementos inescapables: la tendencia, por un lado, a competir por recursos que siempre son escasos, a construir jerarquías del tipo que sea para diferenciar a quienes logran vencer en los juegos de poder y a los que sucumben irremediablemente frente a ellos; pero también la empatía, el entablar lazos íntimos con algún otro, aunque sea un desconocido, a quien de repente sentimos casi como una emanación de nosotros mismos. El fútbol y sus tantísimos mundos, en cierta forma, son todo esto.

Las raíces de este “bello juego” se hunden en tiempos remotos del pasado. El Japón y la China imperiales, hace unos 2.000 años, practicaban el kemari y el cuju. Los integrantes de la corte tenían que patear una pelota rudimentaria entre ellos sin que tocara el suelo. Para los ganadores llegaba la gloria efímera ante el emperador, para los perdedores la oscuridad y la vergüenza. Este último elemento, aun cuando los emperadores se encuentren hoy en apariencia extintos, perduraría siempre. Los griegos y los romanos, los mayas y los aztecas, los antiguos esquimales de Groenlandia, todos compartían algún tipo de juego que involucraba una competencia entre equipos y una pelota para patear o arrastrar. Y en todos los casos funcionaba en el marco de los rituales propios de cada pueblo. Los mayas sacrificaban al capitán del equipo perdedor y ofrecían su carne a los dioses. Para ellos, en ocasiones, un partido de pelota podía incluso reemplazar una batalla entre dos Estados, porque a fin de cuentas la representaba tan bien.

Los antecesores más inmediatos del deporte que hoy domina el mundo, sin embargo, surgieron por primera vez en la Europa medieval. En Inglaterra, durante el siglo XII, se practicaba el “mob football”, fútbol de muchedumbre. Cualquier partido de hoy día, por más violento que pueda llegar a ser, palidece frente a los quizá cientos de artesanos y campesinos que luchaban cuerpo a cuerpo por llevar varias pelotas al área lejana de los rivales. A tal punto este juego despertaba las pasiones populares, creían los señores y clérigos de aquel tiempo, que una infinidad de veces trataron de erradicarlo. En 1314 el alcalde de Londres lanzó un decreto donde afirmaba que “considerando los fuertes ruidos en la ciudad provocados por empujones en torno a grandes balones de pie en los campos públicos, de los que pueden emerger numerosos males que Dios prohíbe; comandamos y prohibimos en nombre del rey, bajo pena de prisión, que ese juego sea usado en la ciudad en el futuro”. Nunca lo consiguieron. En la Florencia del siglo XVI los jóvenes nobles practicaban una forma del fútbol en que directamente estaba permitido golpear, patear y cargar sobre sus rivales. Se cree que nació como un modo de entrenar a los muchachos indolentes de la ciudad en el arte de la guerra.

El fútbol parece estar asociado al desborde de las pasiones desde tiempos inmemoriales. Aunque siempre fue, a la vez, una forma de modelar esas pasiones. Una pelota en vez de un arma, un arco en vez del cuerpo muerto del enemigo.

Recién en el siglo XIX, los siempre mesurados ingleses victorianos intentaron otorgar un reglamento fijo a esta maraña de deportes que explotaban en cada rincón de sus territorios. Diferentes escuelas privadas, transitadas por las jóvenes elites británicas, comenzaron a dar forma a modalidades específicas del juego de pelota. Allí nacerían oficialmente, y comenzarían a divergir, el rugby y el fútbol. Un juego de manos, un juego de pies. Y mientras tanto aparecían los primeros clubes que albergaban a los entusiastas del deporte, comenzaban a surgir las rivalidades eternas entre unos y otros.

La infinita mesura y recato de los ingleses no les impidió lanzarse a la conquista del mundo, de sus riquezas y sus culturas. Junto a ellos este deporte desembarcó en todo puerto, infiltró secretamente territorios inmensos. Y, finalmente, el fútbol fue rey.

Con el siglo XX llegó el auge de las masas, de las clases trabajadoras haciéndose un lugar en un mundo que prefería olvidar su existencia, del fútbol conquistado por los obreros y las clases medias en busca de conformar identidades que otorgaron algún sentido a vidas que se diluían en el acero gris de las máquinas. Y así el planeta entero se inundó de colores, de cantos, celebraciones y nuevas violencias que quizá los viejos florentinos y su guerra metódica hubieran presenciado con horror. Porque el fútbol se convirtió en un juego plebeyo. Así, quizá, volvió a sus raíces.

Un estudiante en Ciudad de México cuelga una camiseta del América en su cuarto, y de repente lo une un extraño sentimiento de confraternidad con millares de personas a las que no verá nunca. Un grupo de chicos de la Villa 31, en Buenos Aires, dejan la vida en la cancha improvisada de cemento y son Pelé, Beckenbauer, Maradona a punto de conquistar el mundo entero cuando hagan ese gol increíble que gane el partido. Millones de franceses pierden el aliento cuando ven a la selección de su país perdiendo la semifinal del mundial, todos son uno y todos lloran juntos o gritan con una alegría que se multiplica infinitas veces. Países enteros se cubren de banderas y de festejos casi desquiciados luego de un triunfo, la vida misma se detiene, las bolsas de todo el mundo podrían colapsar de repente y a nadie le importaría.  Dos Estados centroamericanos deciden declararse la guerra cuando uno de ellos pierde las eliminatorias y la hinchada local se abalanza sedienta de sangre y de muerte sobre los contrarios.

El fútbol es un mundo, infinitos mundos. Para cada persona representa algo tan propio que capturar todos esos universos parece imposible. Un lazo de unión íntimo, misterioso, entre amigos y familias que vuelven una y otra vez a ese gol viejísimo que llevó a su equipo a la victoria. El evento cúlmine de una semana triste, que colorea un poco la vida del que no tiene nada. La esperanza, para tantos, de una existencia más digna. Aunque casi siempre termine frustrada.

Este juego sin tiempo encarna tantos mundos como hay personas sobre la Tierra. Adentrarse en ellos es perderse en sus laberintos y, quizá, recordar algo profundo de nuestra humanidad que siempre arrastramos con nosotros pero que tanto nos cuesta recordar.

Diego Castelfranco,  Mayo 2018